De siglo a siglo, en un autobús de La Cantábrica
La Cantábrica es la primera empresa de su sector que alcanza los cien años, una longevidad en la que han tenido mucho que ver un viejo Hispano-Suiza, una pieza
desaparecida y el gasógeno.
Públicado por Jose Ramón Esquiaga @josesquiaga Públicado en octubre de 2008
En 1956, todavía en tiempos de autarquía pero pasados ya los peores rigores económicos de la posguerra, un viejo autobús Hispano-Suiza rendía cuentas ante el soplete y la cizalla para, transformado en camión, comenzar una nueva vida cuando estaba próximo a cumplir el medio siglo desde que comenzara a rodar por las carreteras. La suya era la edad de La Cantábrica, la empresa que lo había comprado recién salido de fábrica en 1908, que lo había hecho rodar por las carreteras de la Cantabria de principios del siglo y que había conseguido completar su viaje más difícil –el que la llevó de 1936 a 1939– gracias a una afortunada conjunción de circunstancias, en las que fue notable la aportación del ya para entonces viejo vehículo. Para quien fue capaz de pasar el paréntesis de la guerra y las estrecheces de la década de los cuarenta, eludiendo la requisa de los autobuses y avanzando con el escaso empuje del gasógeno, cumplir los cien años era ya más una cuestión de tiempo que de supervivencia, por más que ésta tuviera que pasar también las pruebas que el mercado iba poniendo por el camino.
Alejandro González, un comillano que había trabajado para la Hispano Suiza –en aquel tiempo una de las marcas más prestigiosas en el mundo del automóvil, al nivel de Rolls-Royce–, fundó La Cantábrica cuando adquirió uno de los primeros chasis de autobús que fabricó su anterior empresa. Arrancaba así la historia de la que a día de hoy es la más longeva empresa de transporte de viajeros por carretera, al menos si contamos sólo aquéllas que han prestado el servicio siempre con tracción mecánica. No hay nada parecido a líneas regulares en aquellos primeros tiempos, cuando los viajes se organizaban en función de la demanda, pero ya empiezan a tomar forma unos recorridos más o menos fijos que van a servir para que la empresa ganara las primeras concesiones de trayectos en la regulación que hizo Calvo Sotelo a finales de los años veinte, cuando fue ministro de Hacienda durante la dictadura de Primo de Rivera.
Primera línea regular
Es el caso de la línea entre Comillas y Cabezón de la Sal, que nació a partir de los viajes que se hacían para trasladar a los comillanos hasta la estación de ferrocarril y que hoy sigue siendo operada por La Cantábrica. También datan de los primeros tiempos los trayectos entre la villa de los arzobispos y Santander y Torrelavega, que pronto iban a convertirse en los de mayor frecuencia y público. Al primer vehículo van uniéndose otros y la Cantábrica, regentada por el fundador y el mayor de sus hijos, se convierte en una empresa de referencia en unos tiempos en los que prácticamente el transporte colectivo por carretera era la única posibilidad para realizar desplazamientos a media y larga distancia.
En esas circunstancias llega la guerra y da al traste con todo lo hecho hasta entonces. Si la contienda supuso un antes y un después para todo aquel al que le tocó vivirla, para la empresa comillana lo fue especialmente, y por varias razones: cuando la contienda terminó, La Cantábrica se había quedado sin dos de sus tres autobuses y, lo que era mucho peor, había perdido a su fundador y al primogénito de éste, Alejandro Fernández Cobo, que había ido asumiendo las tareas de dirección en los años previos al conflicto.
Las muertes de Alejandro González y su hijo, no relacionadas directamente con la guerra, provocaron un corte generacional que, en lo que se refiere a la historia de la empresa, envuelve en una nebulosa lo acaecido en los últimos años de la década de los treinta. Cuando España se esfuerza en recuperar cierta normalidad tras el fin de la contienda, es la esposa del fundador, Amalia Cobo, quien toma las riendas de una empresa de la que tenía que aprender todo. Como treinta años antes, para ese volver a empezar contaba con el ya viejo Hispano-Suiza, que había eludido la requisa de guerra gracias a un último ardid de Alejandro González.
Los herederos del emprendedor comillano desconocen cuál fue exactamente la pieza que su antepasado escondió, pero lo cierto es que cuando llegaron los republicanos a confiscarlo, al que fuera primer autobús de la Cantábrica le faltaba un elemento imprescindible para su funcionamiento. Inutilizado de esta forma, pasó la guerra para volver a ser el embrión de la empresa que renació en la posguerra. Amalia Cobo hace la difícil transición entre las dos épocas enfrentándose a dificultades mayores si cabe de las que encaró su marido treinta años antes.
No hay repuestos, la vida de los neumáticos se alarga mucho más allá de lo razonable y, a falta de gasolina, el autobús debe adaptarse al gasógeno. Y no sólo el autobús, ya que la limitada potencia que ofrece este combustible obliga a cambiar el trayecto de las líneas para evitar las pendientes. En esas circunstancias se funciona hasta bien entrada la década de los cuarenta, cuando el final de la segunda guerra mundial facilita el acceso a suministros imprescindibles
La Cantábrica adquiere entonces un GMC que había hecho la guerra con los americanos, al que se suma posteriormente un Citroën de 30 plazas para, junto al venerable Hispano-Suiza, volver a formar una flota digna de tal nombre. Vuelve la gasolina por unos años, para ser progresivamente sustituida por el gasóleo a partir de la adquisición del primer motor diésel, un Barreiros que se monta en el GMC ya en los cincuenta. En esos años comienzan a fabricarse los primeros autobuses españoles, de la propia Barreiros y de la estatal Pegaso, y con la normalización de los abastecimientos llega la hora del retiro para el Hispano.
Nuevos tiempos
El salto de la España de la autarquía a la del euro queda queda plasmado en la distancia que media entre aquel autobús que cumplió el medio siglo transformado en camión –o el GMC que llegó rebotado de la guerra europea– y los autocares que hoy retira La Cantábrica, que apenas superan los diez años de antigüedad, y que se venden para que sigan circulando, por ejemplo, en Holanda. Es un mundo al revés que dejaría boquiabiertos a Alejandro González y a Amalia Cobo, y que de hecho sigue sorprendiendo a sus nietos, que rigen hoy los destinos de la empresa.
Fidel, Pedro y Federico Gutiérrez de Quevedo y González, nietos del fundador, tomaron las riendas de La Cantábrica de manos de su madre, Amparo González Cobo, quien a su vez lo hizo de las de la suya cuando ésta dejó la gestión a sus tres hijos. A ellos les tocó enfrentarse a la competencia del automóvil, que empezaba a convertirse en el rey de las carreteras, relegando al transporte público a un papel secundario, aunque imprescindible. En 1971 a las líneas regulares y a las discrecionales se añade un nuevo servicio: el transporte escolar, que en buena medida iba a restar pasajeros a los trayectos ya establecidos.
En los ochenta, ya con la nueva generación al mando, la empresa asume la última concesión, para unir Suances con la capital de Cantabria. A pesar de ser una línea en la que la empresa había puesto muchas esperanzas, no ha tenido nunca la rentabilidad esperada, una circunstancia que dejaba claros los cambios que el país había vivido desde que La Cantábrica comenzase a operar el trayecto entre Comillas y Cabezón de la Sal. Las alternativas de transporte, los cambios legales y los movimientos del mercado han añadido dificultad a la tarea de trasladar pasajeros de aquí a allá, hasta el punto de que La Cantábrica ha quedado como una de las pocas empresas familiares que sobrevive en un sector en el que los cambios parecen precipitarse de un día para otro.
Ya con la tercera generación al volante, la empresa se prepara para añadir nuevos eslabones a la cadena que la une con su pasado. El puesto del Hispano en las cocheras lo ocupan ahora autocares de 55 plazas dotados de todos los equipamientos de confort y seguridad. Los tiempos del gasógeno están olvidados y pronto pueden estarlo también los del gasóleo, amenazado por la electricidad. El presente tiene ya trazas de futuro para el transporte colectivo, que en los albores del nuevo siglo ha encontrado en el medio ambiente su mejor aliado, y para empresas que, como La Cantábrica, han convertido sus colores en parte del paisaje de las carreteras.