La huella del mar y el tiempo

El puerto de Santander ha marcado la evolución de la economía cántabra a lo largo de los dos últimos siglos.

Texto de Jose Ramon Esquiaga @josesquiaga. Publicado en abril 2000

¿Cuántos años tiene el puerto de Santander? He ahí una pregunta a la que es difícil no contestar a la gallega: depende. No estarán faltos de razón quienes apliquen literalmente el dicho y afirmen que es tan viejo como la orilla de la mar, pero también estarán en lo cierto quienes fijen la fecha de nacimiento en la constitución de la Autoridad Portuaria, un hecho que tuvo lugar en el recientísimo 1993. Ambos grupos, sin embargo, podrían ponerse de acuerdo en situar en 1872, año en el que se creó la Junta de Obras del Puerto, el acta de nacimiento de lo que dio origen a la institución portuaria actual. El viejo puerto romano de los albores de la era cristiana –la orilla de la mar, al fin y al cabo– encontró en ese organismo decimonónico el cauce con el que dar salida al creciente tránsito de mercancías que se movían en los muelles. Aquella primera Junta de Obras del Puerto, presidida por el entonces alcalde, don Prudencio Sañudo, representó un paso decisivo para que la gestión del puerto pasara a manos de las fuerzas vivas de la ciudad: Ayuntamiento y Diputación, por un lado, y la floreciente burguesía santanderina, por el otro. Completaban aquella primigenia junta directiva don Francisco Sánchez, como director, y el ilustre don Marcelino Sanz de Sautuola como secretario.

La nueva etapa que se abrió entonces representó en realidad el canto de cisne de uno de los puertos de más esplendor de la península y, sin duda, el más importante de la cornisa cantábrica. Para entonces, hay que recordar que estamos en el año 1872, ya habían pasado algunas cosas determinantes para el futuro del puerto y de la ciudad. La edad de oro se había iniciado un siglo antes con la apertura, en 1753, del Camino Real de Reinosa. La nueva ruta permitió desviar a Santander el importante comercio de las lanas que antes tenía lugar por Bilbao, al tiempo que deja a la ciudad de Santander inmejorablemente colocada para aprovecharse del comercio con América. Casi un siglo después de inaugurado el Camino de Reinosa se proyecta el ferrocarril de Alar del Rey; si aquél introdujo a Santander en el Siglo de las Luces, éste tendría que haberle dado el pasaporte hacia el siglo XX. Pero los acontecimientos van a dibujar un escenario distinto del esperado y van a marcar el inicio de la decadencia: la descomposición de la Administración, la invasión francesa y, finalmente, la independencia de las últimas colonias van a eclipsar el auge comercial santanderino. La quiebra del ferrocarril arrastró tras de sí las esperanzas de esta incipiente burguesía.

La pérdida de los mercados coloniales protegidos terminó por perfilar un cambio paulatino en las instalaciones portuarias, que dejaron de ser redistribuidoras de productos lejanos para parecerse más a las actuales, en las que el tránsito de mercancías refleja mejor la demanda de importaciones y exportaciones de la economía y la población cántabras.

Aquel puerto, en el que ahora hace cien años se instaló la grúa de piedra, bullía entre el muelle saliente de Maura y los muelles de Maliaño, realizados en los rellenos acondicionados para que el ferrocarril entrara en la ciudad. Se urbanizaba así una enorme extensión de terrenos ganados al mar, desde el acantilado del Promontorio de Somorrostro –detrás de la catedral– hasta la punta de Maliaño. Era el suelo donde se pensaba asentar la nueva burguesía ilustrada santanderina, y en el que estaba previsto llevar a la práctica los modernos criterios urbanísticos de la época. La explosión del Cabo Machichaco, que tuvo lugar en esos mismos muelles en 1893, dio al traste con el proyecto y generó una enorme desconfianza hacia un sector de la ciudad que se encontraba peligrosamente cerca de donde tenían lugar las labores de estiba y desestiba. La mencionada grúa de piedra, situada entre los muelles del siglo XIX y los construidos en el XX, es un magnífico testigo de la evolución de la relación entre la ciudad y el espacio portuario. Progresivamente empujado hacia el sur, el puerto de Santander es hoy, fundamentalmente, el puerto de Raos; los viejos muelles de Alboreda y Maliaño se han quedado para acoger el Ferry, los cruceros y una mínima porción de mercancías.

Ya se ha dicho que el puerto actual se parece más al que resultó de la recesión de fines del siglo XIX que al que surgió con la Ilustración y la intervención de la Corona a su favor. Pero también es cierto que nunca se abandonó del todo la idea de ser un puerto sin ataduras regionales y con fuerte vocación internacional. Las huellas del pasado pueden rastrearse en la renovada relación con Castilla y León, que ha vuelto a volcar su agricultura e industria hacia Santander, y también en la llegada al puerto de mercancías procedentes de todo el mundo.

Estampas santanderinas

En todos estos años la presencia de las instalaciones portuarias ha dejado su rastro en el acontecer diario de la ciudad. Aunque es cierto que no siempre ha sido para bien –la explosión del Cabo Machichaco es la mayor tragedia de la moderna historia santanderina– el ir y venir de los barcos ha dejado estampas imborrables en la memoria de la capital cántabra. Los más curiosos, si tienen años para ello, recordarán el paso por la bahía del ‘Tula’, un viejo petrolero que tendría la consideración de ser el mayor buque que ha pasado por Santander si no fuera porque cuando llegó a la ciudad, el 13 de junio de 1976, era ya sólo un pecio –eso sí, de 325 metros de eslora– remolcado hacia el desguace. Más moderno es el paso del ‘Queen Elizabeth 2’, que entró en el puerto en 1996 y que, con sus 292 metros de proa a popa, pasa por ser el mayor barco que ha pasado por nuestro puerto. Ambas embarcaciones fueron protagonistas de acontecimientos que congregaron a los santanderinos en torno a los muelles, en una comunión entre puerto y ciudad que se repite periódicamente y que forma parte de la esencia del uno y de la otra.