La industria que fuimos
En una labor realizada con pocos medios y casi ningún apoyo, los ingenieros industriales cántabros han ido recogiendo y rehabilitando maquinaria e instalaciones que dan testimonio del peso industrial que la región llegó a tener en otros tiempos. Es un trabajo ha servido para dotar de contenido el museo de la industria de Los Corrales de Buelna y para reconstruir sendas fábricas de harinas en Pesquera y la burgalesa Peña Amaya, pero eso supone apenas una parte de todo el material recogido, la huella de un tiempo que ya se fue.
Texto de Jose Ramón Esquiaga @josesquiaga.
La conocida como Grúa de Piedra, el ingenio más que centenario que fue durante años el principal elemento de carga y descarga con que contó el puerto de Santander, es una de las imágenes más reconocibles de la capital de Cantabria, y también parte del patrimonio industrial de la región, si bien en este último aspecto su representatividad puede verse discutida. Que esto sea así no tiene que ver tanto con su propia condición –no hay ninguna duda sobre su valor histórico, desde cualquier punto de vista que quiera emplearse– como con su supervivencia y con la forma en que se ha conseguido esta: sin utilidad ninguna desde hace décadas, no solo no se discute su mantenimiento sino que se defiende enconadamente su ubicación, tanto como para trasladar unos metros más al sur el emplazamiento originalmente pensado para el Centro Botín. Es por ese lado por donde puede negársele su carácter representativo toda vez que, en cualquier otra situación comparable a la suya, lo habitual es que la maquinaria fuera de uso termine vendida como chatarra, sin entrar a valorar ni las cuestiones históricas, ni las sentimentales, ni mucho menos su posible importancia como vestigio de una forma determinada de hacer las cosas.
A Pedro Hernández Cruz, durante años decano del Colegio de Ingenieros Industriales Cantabria y uno de los principales defensores del patrimonio industrial de la región, no le cuesta encontrar ejemplos de bienes irremediablemente perdidos, pero prefiere poner el acento en aquellos que han podido ser recuperados o que están en vías de serlo. En todo caso no deja de reinvindicar unas actuaciones en las que, en ocasiones, los ingenieros industriales se han visto muy solos. A diferencia de lo que sucede en otros países, señala, no hay en España una conciencia de la importancia de estos rastros del pasado, sin los que muchas veces es imposible entender cómo se fabricaba, que es tanto como decir cómo se vivía en otros tiempos.
Una colección rica y dispersa
La labor realizada a lo largo de décadas por Pedro Hernández y los ingenieros industriales –a través del propio colegio y de la Asociación Julio Soler– ha ido llenando de antiguas máquinas la sede colegial en la santanderina calle Hernán Cortés, pero también ha sido decisiva para entidades ajenas. El Centro de Interpretación de la Industria José María Quijano, de Los Corrales –lo más parecido a un museo industrial que existe en Cantabria– o el Camino de las Harinas de Pesquera, otro centro de interpretación, en este caso dedicado a la actividad de las antiguas harineras cántabras, no se entenderían sin las piezas cedidas por el Colegio de Ingenieros Industriales. Rastros de esa labor de recuperación también pueden verse en el campus de la Universidad de Cantabria, precisamente frente a la escuela de ingenieros industriales, y fuera de la región en una reconstruida fábrica de harinas en Peña Amaya, Burgos. Pendientes de encontrar un lugar para ser expuestas permanecen máquinas e instalaciones industriales ya catalogadas y adquiridas, bien por el Colegio de Ingenieros Industriales, bien por la Asociación Julio Soler. Más difícil es saber, apunta Pedro Hernández, qué puede haber por ahí en riesgo de perderse para siempre.
“Cuando una industria cierra, sus propietarios tienen otras preocupaciones, y lo habitual es que lo que allí haya se venda como chatarra. Nadie nos avisa, cuando nos enteramos siempre es por casualidad, porque nos lo advierte alguien que nos conoce”, explica Hernández Cruz, que por otro lado no cree que a día de hoy quede ningún tesoro escondido del que no sepan nada. Cuando habla de patrimonio industrial, de riesgos y falta de sensibilidad para su mantenimiento y puesta en valor, el antiguo decano de los ingenieros industriales cántabros se refiere sobre todo a lo que define como patrimonio industrial técnico, esto es, maquinaria e instalaciones. Fuera de esta consideración quedaría el patrimonio industrial inmobiliario, los propios edificios que acogieron las fábricas, cuya conservación se mueve en parámetros diferentes. “No digo que la situación sea mejor, pero si los edificios pueden seguir usándose, suele hacerse, y también es más habitual que estén catalogados por su valor arquitectónico, social o histórico. Nada de eso sucede con las máquinas, que cuando dejan de funcionar, cuando ya no son útiles, se destruyen”, explica.
A diferencia también de lo que sucede con los edificios, el patrimonio industrial técnico tiene la capacidad de mostrar la forma en que se fabricaba o, entrando a aspectos más concretos, cómo se resolvían cuestiones que hoy parecen banales pero sobre las que en el pasado se asentó el progreso industrial y económico. Pedro Hernando cita algunos ejemplos: los receptores de radio de lámparas, tecnología que hoy no sirve para nada y que podía caer en el olvido si desaparecen los viejos aparatos, las calculadoras mecánicas o, ya hablando de grandes instalaciones industriales, las máquinas sobre las que caía la responsabilidad de dotar de energía a toda una fábrica, turbinas de vapor de las que en Cantabria existen magníficos ejemplos.
Un gran pasado industrial
Esto último tiene que ver con otra de las aportaciones que llegan de la mano de esa lectura del pasado que permiten los rastros recuperados: dar testimonio de un tiempo que, en términos industriales, en nada se parece al de hoy. “Durante el último tercio del siglo XIX y en el arranque del siglo XX, coincidieron en Cantabria varios empresarios de un valor único, una rareza histórica que lamentablemente no ha vuelto a producirse. A ellos debemos que Cantabria se convirtiera en una región industrial de primer orden”. Aquí tuvimos, recuerda Pedro Hernando, industria pesada, un alto horno, un tren de laminación morgan, grandes astilleros… “Corcho fabricó del orden de un millar de grandes turbinas, una cifra que es una barbaridad y que demuestra lo que fue aquella empresa. No estamos hablando de fabricación en serie: una turbina se fabricaba para un destino concreto y un uso concreto, y solo servía para eso”.
Las turbinas son precisamente las máquinas que en cierto modo tienen la condición de abanderadas de la labor de recuperación que han realizado los ingenieros industriales cántabros. Cada una de ellas que ha logrado ser recuperada es un pequeño triunfo en esa batalla por preservar el pasado. Frente a la escuela de ingenieros industriales de la Universidad de Cantabria hay una de ellas, procedente de Solvay, y otra aguarda a que el Gobierno de Cantabria habilite un lugar para su exposición en el Parque Científico y Tecnológico. Esta última es la que dotaba de fuerza a la antigua fábrica de Hilaturas de Portolín, una turbina de 100 kilowatios adquirida y restaurada por el colegio y la asociación de ingenieros industriales, que empleó para ello una cantidad que Pedro Hernando cifra en el entorno de los 20.000 euros. “Eran otros tiempos, ahora los colegios profesionales no contamos con recursos económicos para hacer algo así”.
Con todos los condicionantes de la disponibilidad económica, lo cierto es que la recuperación de los rastros del pasado industrial sigue dependiendo de voluntades individuales, a las que solo circunstancialmente se unen las administraciones o, en su caso, algunas empresas. Los casos del museo de Los Corrales y la harinera de Pesquera son muy representativos, dado que la aportación de los edificios para acoger esas instalaciones llega también por esa vía de mecenazgo. Por ahí también podría aparecer una solución para una de esas turbinas por las que Pedro Hernández tiene especial querencia: una pequeña, de 100 kilovatios, con la que Saltos del Nansa proporcionaba electricidad a los pueblos del entorno de su central. “Nos la cedieron a condición de garantizar su conservación. Intentamos que Viesgo habilitara un museo y lo hiciera posible, pero no lo conseguimos. La turbina sigue allí, una maquina suiza preciosa. Una pena”.