Paradoja concursal
Incluso en lo más duro de la crisis económica, el número de empresas españolas en concurso de acreedores era muy inferior al que correspondería por volumen de PIB y censo de sociedades, situándose claramente por debajo de la proporción que se da en otros países europeos. Además, y a diferencia de lo que sucede en el resto de la UE, la práctica totalidad de las empresas españolas que se acogen a esta figura terminan liquidándose, pese a que la Ley Concursal se planteaba como objetivo favorecer la continuidad de las empresas en dificultades. El fenómeno no ha cambiado con los primeros atisbos de la recuperación económica.
Texto de Jose Ramón Esquiaga @josesquiaga
A la vista de sus resultados prácticos, cuesta creer que a la por entonces recién nacida Ley Concursal se la calificase en su día como un instrumento que mejoraría las posibiliades de supervivencia de las empresas en dificultades. Corría el año 2003 y nadie estaba en condiciones de augurar una crisis económica como la que llegaría después: ni quienes redactaron la normativa, ni los profesionales encargados de ponerla en práctica ni, mucho menos, las empresas que deberían beneficiarse de esta ley, que venía a sustituir al conjunto de normas que regulaban hasta entonces las quiebras. Durante los cuatro primeros años completos tras su entrada en vigor –los ejercicios que van de 2004 a 2007, ambos incluidos– se acogieron al procecimiento poco más de 3.000 empresas; al año siguiente, el primero de la crisis, se sumó un número prácticamente equivalente, 2.894, iniciando una escalada que desbordó todo el sistema. Lo sorprendente es que ni siquiera en lo más profundo de la crisis –en el año 2013 se declararon en concurso 9.143 empresas– las cifras fueron tan altas como correspondería a una economía del tamaño y las dificultades de la española. La singularidad de las insolvencias españolas tiene otro capítulo en lo tocante a su resolución: la práctica totalidad acaba con la empresa liquidada. Un fracaso del sistema que quienes están habituados a manejarse con la norma achacan a factores muy distintos, que no han podido atajar las sucesivas reformas de la ley y que no han cambiado con los primeros indicios de la recuperación económica.
En un artículo en el que se referería a un estudio realizado por el Registro de Expertos en Economía Forense (REFOR), Fernando García Andrés, decano presidente del Colegio de Economistas de Cantabria, destacaba los elementos más sorprendentes del uso del procedimiento concursal por parte de las empresas españolas, y lo hacía remitiéndose a los datos más recientes, ya con un mejor contexto económico y con el número de concursos remitiendo. El ratio de empresas concursadas sobre el total del censo empresarial, por mencionar uno de los ejemplos más llamativos, fue el pasado año en España del 0,1%, la menor con diferencia entre todos los países de la UE con economías comparables, y alejadísima de casos como los de Francia (2,1%) o Dinamarca (1,4%). Para quien esté tentado de achacar esa diferencia a los distintos ritmos de la recuperación económica, hay que decir que los países que registran una disminución en el número de concursos cercana a la española, como Italia o el Reino Unido, multiplican por cuatro el ratio español. La conclusión, tanto de los redactores del estudio como del propio decano de los economistas cántabros, es clara: la mayor parte de las insolvencias españolas se resuelven al margen de los cauces establecidos por la ley, entrando de lleno en los amplios márgenes de la economía sumergida. “Hay una percepción de que el concurso no sirve, ni para la empresa concursada, ni para los acreedores, así que cuando llegan las dificultades se prefiere ir tirando y, cuando no hay ya nada que hacer, cerrar”, explica Fernando García Andrés.
La situación que expone el decano del Colegio de Economistas de Cantabria es precisamente la que la Ley Concursal de 2003, y todas las reformas que se le han hecho posteriormente, pretendía evitar. En su marco ideal de aplicación, la norma estaba pensada para que aquellas empresas que preveían problemas para afrontar sus pagos contasen con un instrumento para salir del apuro. Una vez declarado el concurso voluntario de acreedores, toda la deuda generada hasta ese momento queda en suspenso y sin posibilidades de ser ejecutada, pero la empresa seguiría con su actividad normal, con los mismos administradores, pagando a sus trabajadores y proveedores y atendiendo a sus clientes. Los administradores nombrados por el juez se limitarían a una labor de tutela, que garantice que se cumplen las reglas y no se vulneran los derechos de ningún acreedor en beneficio de otro. En paralelo, esos administradores concursales elaboran una propuesta de convenio para afrontar la deuda pendiente –lo que normalmente incluye una quita y un aplazamiento– que se presenta a los acreedores para su aprobación. Si se da luz verde a la propuesta, la situación de apuro por la que pasaba la empresa habrá quedado superada, pendiente solo de cumplir con las condiciones acordadas. Lo cierto es que la realidad no ha terminado de ajustarse a ese esquema, hasta el punto de que las empresas que completan el proceso en los términos descritos son una absoluta minoría.
“Podemos pensar que la ley está bien planteada, da un respiro a las empresas con dificultades de liquidez, les permite ordenar la deuda, aplazar pagos e incluso reducir su montante mediante una quita. Para los acreedores también es positiva, porque garantiza que van a cobrar algo cuando la alternativa del cierre supone cobrar mucho menos, o nada en absoluto. Eso es así, y la ley está pensada para eso. Pero lo cierto es que nunca ha conseguido cumplir ese objetivo”, explica Ramón Cifrían, economista cántabro que forma parte del consejo directivo del REFOR y que ha actuado como administrador concursal en más de una decena de insolvencias en la región, entre ellas alguna de las que han tenido como protagonistas a empresas más relevantes desde el punto de vista industrial y de empleo. De ser las cosas como preveía la redacción de la norma, apunta Cifrián, la mayor parte de los concursos se resolverían de acuerdo a ese esquema teórico, quedando una parte marginal abocada a la liquidación, justo la situación inversa a la que se da en la práctica. “Para quienes trabajamos en esto es frustrante ver que en casi todos los casos la empresa acaba desapareciendo”.
Una cultura diferente
Aunque no existen estadísticas al respecto, todos los cálculos fijan en alrededor de un 95% la proporción de concursos que terminan en la liquidación de la empresa, una estimación que Ramón Cifrián considera que podría incluso quedarse corta. Aunque tampoco hay datos en otros países europeos, el economista cántabro cree que la proporción podría fácilmente ser la inversa y, aun cuando no llegue a serlo, con una clara mayoría de empresas que sobreviven al proceso concursal. Que las cosas sean tan diferentes, apunta, responde a un conjunto de factores, entre los que las cuestiones culturales tienen el mayor peso, por encima de las deficiencias de la normativa –que también existen– o de su aplicación. “La principal razón es que al concurso se llega tarde, cuando ya no hay capacidad de maniobra. ¿Por qué sucede esto? Ahí es donde aparecen los aspectos culturales: en España se estigmatiza a quien está en concurso, porque se entiende que es sinónimo de fracaso, y ya sabemos que el fracaso empresarial se entiende aquí de una forma muy distinta a como sucede en otros países”, apunta Ramón Cifrián. Lo que provoca esa visión de las cosas es una auténtica cadena de calamidades, el contrapunto casi perfecto al esquema teórico que planteaba la ley: quien llega tarde al concurso carece ya de liquidez incluso para hacer frente a sus pagos más inmediatos, con lo que quedan en nada las ventajas de haber dejado en suspenso la deuda anterior; los proveedores, que arrastran ya un largo historial de impagos, han perdido la confianza en la empresa, que lleva tiempo incumpliendo sus compromisos con los clientes, a los que ha ido perdiendo. Como no puede ser de otro modo, el resultado final es la liquidación, lo que refuerza los argumentos de quienes consideran el concurso como la antesala del cierre y, a su vez, lleva a apurar los plazos a cualquiera que estuviera pensando en acogerse a esa figura, alimentando un pernicioso círculo sin fin.
“De todos los concursos en los que he intervenido, que pueden ser entre doce o quince, solo en uno, el de Multiprosur, conseguimos salvar la unidad productiva. Esa proporción es más o menos la misma que veo en los procesos que llevan otros compañeros”, explica Cifrián, que recuerda que incluso cuando consigue mantenerse la actividad, siempre es en la fase de liquidación. A partir de su experiencia práctica con la norma, Cifrián considera que todo aquello que dilata los tiempos se convierte en un factor que dificulta las soluciones. Eso incluye el ya mencionado retraso en declarar la insolvencia, pero también el colapso de los juzgados o la renuencia de los acreedores a asumir rápidamente las pérdidas y mirar hacia adelante.
Lo anterior, la tendencia de los acreedores a retrasar lo más posible la asunción de las pérdidas, ha tenido uno de sus principales campos de aplicación en el sector inmobiliario, precisamente el que ha hecho crecer exponencialmente el número de empresas en concurso durante los últimos años. Aunque desde el primer momento se sabe que el único activo son las promociones sin vender y que el proceso está abocado a una subasta final, las entidades financieras se niegan a asumir la dación en pago y llevar la pérdida al balance. Y ello pese a que el resultado final, una vez subastados los activos, es idéntico. Pero uno o dos años más tarde.
Las reformas realizadas a la Ley concursal tras su entrada en vigor, se han centrado en alguno de los aspectos que restaban eficacia a la norma. La última, del pasado año, incidía precisamente en la cuestión de los plazos, haciendo posible que la unidad productiva pudiera venderse en la fase común del concurso, en los primeros momentos, antes por tanto de la fase de liquidación. De nuevo, como si una maldición acechara a la norma, la teoría queda muy alejada de su aplicación práctica. “La ley permite ahora buscar comprador desde el minuto uno, y eso hicimos nosotros, de común acuerdo con la propiedad, cuando nos adjudicaron el contrato de Greyco”, recuerda Ramón Cifrián. Hubo ofertas y contactos, pero se ha llegado a la fase de liquidación sin resolver el asunto: “En un mercado perfecto tendrías varias ofertas, las ponderarías y elegirías la mejor. Pero cuando hablamos de empresas en situación de concurso no hay nada que se parezca a un mercado perfecto; tienes un comprador, como mucho, que no suele ser ni un caballero blanco, ni un hada madrina. Y a medida que se dilata el proceso, todo se complica aun más”.
El representante cántabro en el consejo directivo de los economistas forenses apunta además hacia algunas contradicciones e incongruencias que se han producido en las sucesivas reformas de la ley que regula los concursos. La propia reiteración de cambios es uno de los problemas, ya que no permite que se asiente un uso e interpretación común de la ley por todas las partes. Pero también hay aspectos que tienen que ver con la letra de la norma. Uno de los principales sería el que se refiere a la regulación de la continuidad empresarial. Antes de la última reforma se había producido cierta controversia por la diferente interpretación que daban los tribunales a esta cuestión: cuando se vendía la unidad productiva, algunos jueces interpretaban que el adquiriente no tenía que responder de las deudas que la liquidada mantuviese con la Seguridad Social, mientras que otros consideraban que sí debía hacerlo. En la nueva redacción de la ley se despejaron las incógnitas: en lo tocante a la deuda con la Seguridad Social, siempre existe continuidad empresarial y por lo tanto el nuevo inversor hereda la obligación del pago. “Entiendo que hay que ser especialmente cuidadoso con el dinero público, y más en materia tan sensible como es la Seguridad Social, pero creo que la Administración debería tener la puerta abierta para buscar soluciones puntuales a casos concretos. Tal y como ha quedado la ley, esto es todavía más difícil que antes. Y la deuda con la Seguridad Social que tienen las concursadas suele ser lo suficientemente alta como para ahuyentar a cualquier inversor”, lamenta Cifrián.
La cuestión de las abultadas deudas con Hacienda y la Seguridad Social, característica común de prácticamente todas las concursadas, marca otra de las diferencias más llamativas con lo que sucede en el resto de Europa. Francia es, con diferencia, el país europeo en el que más empresas se declararon en concurso el pasado año: 61.500, frente a las 23.000 alemanas o a las menos de 5.000 españolas. Es una circunstancia que podría achacarse a las dificultades de la economía francesa, pero lo cierto es que el país vecino también encabezaba holgadamente la lista entre los años 2007 y 2011, a los que se refirió un estudio publicado por Price Waterhouse Coopers en 2012. La realidad es que la Administración ejerce en el país vecino un papel que no tiene nada que ver con el que se da en España, y fuerza a las empresas a declararse en concurso en cuanto encadenan unos pocos incumplimientos con el fisco o con la Seguridad Social. El resultado es que las empresas concursan más, y tienen más posibilidades de salvarse. “No sé si eso funcionaría en España, pero mi impresión a día de hoy es que todos los cambios que se han hecho en la ley no han conseguido reducir el número de liquidaciones, o hacerlo cuanto menos en una proporción significativa. Quizá haya que esperar a la próxima generación de concursos, cuando superemos esta crisis, para ver los resultados. A corto plazo, no creo que vaya a haber cambios”, concluye Cifríán.