Salitre en los salones
En el cuaderno de bitácora del Real Club de Regatas, se escribirá en poco tiempo la página en la que se celebran sus 127 años de historia. Esplendor y penurias a partes iguales constatan que la supervivencia de esta institución se debe, casi de manera exclusiva, a la tenacidad de sus socios por mantener viva la llama de su lugar común.
Texto de Juan Dañobeitia. Publicado en julio de 2007.
El mar, la mar, ha significado para la historia de Santander algo más que un mero referente paisajístico. En sus contextos económico, social y cultural, la ciudad que mira al sur siempre ha contado con el azul como referente. Las travesías marítimo-mercantes hacia Centroamérica, la entrada pausada de trasatlánticos infinitos, los años de bonanza económica merced a negocios vinculados al puerto, oficinas consignatarias de una tradición que va más allá del propio tiempo… El mar, la mar, generó riquezas y dispuso barreras entre clases sociales. Burguesía, grandes comerciantes, pescadores, pescaderos, regatistas y marinos. Las diferencias crean guetos y lugares de alta estirpe. El Real Club de Regatas de Santander, ya en sus inicios, se erigió como uno de estos últimos.
Pero para ser exactos, la palabra Real y todo lo que ellos conlleva, no llegará hasta pasados unos años de su fundación. El 28 de mayo de 1870, cuarenta y dos asiduos a reuniones en las que el leit motiv era discutir sobre excursiones y salidas a bordo de botes y balandros, deciden firmar el acta fundacional del Club de Regatas, estableciendo su sede social en el número 11 del Muelle. El primero de sus objetivos, según apunta Paloma Prieto en el libro que sobre la historia del club publicó en el 125 aniversario de la entidad, fue llevar a cabo una regata contra unos colegas bilbaínos. Pero una cuestión de fondo que navegaba entre los fundadores, fue la que terminó convirtiéndose como principal bastión: introducir mejoras en el salvamento de náufragos. Así, en octubre de aquel su primer año de vida, se reunían 18.793 reales de vellón en forma de suscripción popular. Las carencias demostradas por los métodos de rescate en un accidente sufrido por una lancha de pescadores, fue el detonante. Cartas a los cónsules españoles en diferentes países de la Europa de entonces para demandar botes salvavidas y otras acciones que demuestran que no se debe confundir elitismo con disgregación social. A veces, una firma de prestigio sirve para consolidar una demanda para los que tienen menos posibilidades.
Junto a esta actividad, el segundo de los grandes fines de la institución, divulgar y promover la importancia de la actividad náutica de recreo, continúa su empresa. Y en 1972 se bautiza como Velay al primer balandro encargado de manera específica por los socios. Este cruiser, propiedad de Eulalio Ardanaz, será el primero, pero no el último. Después llegaría el primero con nombre de mujer, que es el nombre con el que se escriben las grandes historias: el Ana María.
A partir de ahí, se puede afirmar que comienza la historia viva del club. De hecho, el primero de los grandes hitos llegó apenas 23 años después de su primer día de existencia: el respaldo de Alfonso XIII a su nombramiento como presidente de honor. La palabra Real ya se inscribe en el escudo del Club de Regatas. Llega el esplendor. Valga como muestra que, aquel mismo año, se disputó la primera edición de la Copuca, que a los seis años de su creación ya tendría propietario: el Lin –a destacar que sólo lograban hacerse con el trofeo quienes ganaran la competición durante tres años consecutivos–.
El fin del siglo XIX serviría para escribir sobre una escritura una de las grandes rúbricas en la historia del club: el 9 de junio de 1899, don Mariano Linares, como presidente de la entidad, hacía efectiva la compra del Palacio de Pombo, por la cantidad de 625.000 pesetas, a la entonces propietaria del inmueble, Everilda Pombo. La sede social, que todavía hoy sigue viva, quedaba constituía en la Plaza de Pombo.
La entrada en el nuevo siglo traería consigo, además la apertura de miras –en la Copuca sólo podían participar propietarios de balandros con puerto en Santander– y la creación, en el año 1900 de la Copa del Cantábrico, la primera de las grandes competiciones en la que se vería inmerso el Real Club de Regatas de Santander.
Los años corren, entre aprobaciones de reglamentos internacionales para las pruebas de regatas, la primera piedra de la Federación Española de Clubes Náuticos y la puesta en marcha de nuevas competiciones, como las regata–crucero, que unían villas alejadas entre sí.
El esplendor, sin embargo, comienza a decaer. En 1913 se convierte en irremediable la escisión entre el Real Club de Regatas y el incipiente Club Marítimo, al que irían a parar todos aquellos que promulgaban tanto una nueva sede, cerca del mar –como la que hoy tienen–, como una mayor vinculación con los deportes náuticos. Este nuevo estamento social se vería finalmente refrendado en 1927.
Pero retrocedamos unos años en el tiempo, regresando a 1914, el año no pasó en balde para ningún pueblo del mundo. La primera de las grandes guerras traería consigo años de penuria económica, lo que sumado a ese principio de escisión en las filas del club, comenzaría a hacer descender la curva de crecimiento del club. Desde entonces hasta hoy, poco hay más destacable que la propia subsistencia de un club hecho por y para sus socios, que decidieron mantener viva su memoria de la mejor manera posible: sosteniendo la supervivencia económica de la entidad.
La puesta en marcha, en la década de los setenta, del segundo bingo implantado en el país, proporcionando unos beneficios de cincuenta millones de pesetas en la España de 1978 y la subida de la renta a los locales comerciales que ocupaban los bajos del edificio, dejan unos interesantes réditos que sirven para remozar en parte el interior del club: las plantas segunda y tercera se adecúa para los juegos de mesa, el ajedrez y el billar. De hecho, uno de los más recientes nombres de campeón se escribieron sobre los tapetes verdes de este juego de habilidad: Enrique Herbón, socio del Real Club de Regatas, se convertiría en uno de los jugadores más destacados de la trayectoria de este deporte a nivel mundial.
Y así, hasta hoy. Hasta llegar a un edificio en el que las mujeres ya tienen su propia planta, la tercera, aunque, eso sí, ésta sea unisex –no como la segunda, donde sólo está permitida la entrada a hombres. A un club en el que sigue ondeando una bandera marinera, la grímpola que diseñara en 1870 el socio Abelardo Unzueta. A una entidad que, habiéndose ganado el nombre de Real, se ha ganado también haber sobrevivido a más de 125 años de historia.