Tiempo de café
El Dromedario que fundó Antonio Fernández Baladrón ha caminado atravesando tres siglos, con el café como principal producto y sorteando los obstáculos de un mercado que ha sufrido cambios vertiginosos en las últimas décadas.
Texto de José R. Esquiaga @josesquiaga Publicado en junio de 2007
El sabor de una magdalena –mojada en tila, para más señas– era el vehículo en el que Marcel Proust viajaba a su infancia en busca del tiempo perdido, en una licencia literaria que ha hecho fortuna y que no cabe discutir, pero con la que difícilmente se identificará cualquiera que tenga un mínimo afecto por el café. Porque pocas cosas son tan evocadoras como el aroma del molido y de la infusión, que queda en la memoria del niño mucho antes de que se le permita catar su primera taza. Y si se habla de café y de tiempo, y se sitúa todo ello en un espacio geográfico cercano a los cántabros, es obligado acabar la frase con un nombre propio: Dromedario, la marca que eligió en 1871 Antonio Fernández Baladrón para identificar el principal producto de la empresa que acababa de fundar. Se tostaron aquellos primeros sacos de café a pocos metros de los muelles donde habían sido descargados, en una fábrica levantada en la santanderina calle de Juan de la Cosa.
La mención a los muelles portuarios nunca es baladí cuando se habla del Santander del último tercio del siglo XIX, volcado en el tráfico ultramarino y con un carácter cosmopolita y emprendedor que iba a ir perdiéndose, hasta casi olvidarse, con el cambio de centuria y el correr del siglo XX. Era en aquel Santander decimonónico donde uno podía encontrar figuras como la de Antonio Fernández Baladrón, cuyo nombre aparece de continuo en las crónicas de la época asociado a iniciativas variopintas –la puesta en marcha de la Cámara de Comercio, la fundación del cuerpo de bomberos voluntarios o la construcción del Palacio de la Magdalena y el Hotel Real– que tienen como elemento común su relevancia económica y social. En ese marco hay que situar también la creación de Antonio Fernández y Compañía, una sociedad que nació como unipersonal, fue luego regular colectiva, más tarde limitada y finalmente anónima, siempre con el café como principal –aunque no única– razón de ser.
Desde su ubicación a pie de puerto, la empresa importaba productos llegados mayoritariamente de ultramar, aunque durante muchos años el aceite andaluz contó con espacio propio, en forma de piscina, en las dependencias de la empresa. Como espectadora privilegiada contempló tragedias portuarias como la del Machichaco o, en un tono menos luctuoso, la pérdida del Alfonso XII, buque insignia de la Transaltlántica que se fue a pique en 1915 en la bahía –casi frente a la fábrica– víctima del viento sur y de una reparación mal terminada, llevándose al fondo el café que el barco correo había traído desde Cuba para Antonio Fernández y Compañía.
La sede portochiqueña se abandonó en 1934, para trasladarse a la calle Ruiz Zorrilla, en lo iba a ser la primera salida del casco urbano, dado que la fábrica se levantó en lo que por entonces era un páramo de arenales y solares vacíos, salpicado apenas con algunas otras naves industriales construidas entre las líneas del ferrocarril. En los primeros años de funcionamiento de la nueva planta fabril, Dromedario mantendría las oficinas en la calle Aduana, donde estaban desde que fuera fundada la empresa y hasta que el incendio de 1941 acabó con ellas y se buscó sitio para las nuevas, a pie de fábrica. El humo de otros fuegos –los que tostaban diariamente el café– provocaría décadas después el nuevo exilio de la empresa cafetera, que había ido viendo crecer a su alrededor, a pocos metros de la boca de sus chimeneas, el barrio más poblado de la capital de Cantabria. Corre el año 1981 cuando con la inauguración de la moderna planta fabril de Heras se pone fin, por ahora, al periplo viajero de la empresa.
Aunque obligados a la hora de establecer cualquier cronología, los traslados no han sido los cambios más importantes a los que ha debido hacer frente la empresa a lo largo de su recorrido a través de tres siglos. En cuanto a la propiedad, se dio paso a segundas y terceras generaciones de los Fernández-Baladrón, que compartieron consejo con nuevos accionistas para, finalmente, salir de la sociedad con la llegada del nuevo milenio. En lo que se refiere al negocio, a la empresa que nació comerciando con las provincias de ultramar le ha tocado vivir la pérdida de Cuba, ser incautada por el gobierno republicano durante la guerra civil, operar en el obsesivamente regulado mercado franquista para quedar después, huérfana de la noche a la mañana de la tutela estatal, ante la difícil tesitura de competir con las gigantescas multinacionales cafeteras. Dos aspectos –accionariado y mercado– en los que merece la pena detenerse y que, por lo demás, no dejan de estar muy relacionados.
Como dice el tópico, si al fundador le correspondió poner en marcha la empresa, a sus sucesores les cupo la responsabilidad de hacerla crecer. Al primer Antonio Fernández Baladrón le sucedieron sus hijos Antonio y Manuel, y su sobrino Aurelio Fernández Velilla, a quienes tocó tomar la decisión del traslado a Ruiz Zorrilla. En 1940 se incorpora la tercera generación, que va a enfrentarse a acontecimientos decisivos. La España de Franco consideraba el café una materia prima estratégica, de manera que centralizaba las importaciones y controlaba el mercado por el expeditivo método de decidir los cupos que asignaba a cada fabricante. Este no tenía arte ni parte en la compra de la materia prima –con lo que era también muy limitada su responsabilidad en la calidad del producto final– y veía muy acotadas sus posibilidades de diseñar cualquier estrategia. No es difícil imaginar el café que colocaban los productores al funcionario español encargado de las compras –cuya calidad, al decir de quienes conocieron esos tiempos, oscilaba entre lo malo y lo peor– ni tampoco las limitadísimas perspectivas empresariales que permitía este sistema.
En los primeros años de posguerra la situación es todavía más complicada debido al racionamiento, lo que lleva a abrir toda una línea de negocio alternativa como almacenista de alimentación. La propiedad de la empresa está en esos momentos en manos del tercer Antonio Fernández Baladrón, de los Fernández Velilla y de Carlos Pascual Ruiz, que había heredado su participación por vía indirecta –era cuñado de Aurelio Fernández Velilla– y a quien como director le tocó asumir la tarea de dirigir la empresa en un momento crucial.
Valentía empresarial
Dromedario fue entonces una ‘rara avis’ dentro de un sector que sesteaba protegido por un sistema que anulaba la competencia y desalentaba las iniciativas arriesgadas. Cuando hacía fortuna el dicho de que la máquina más cara en un tostador de café era el coche del dueño, la empresa cántabra ponía en marcha la fábrica de Ruiz Zorrilla y medio siglo después, cuando el sector apenas había reaccionado a la incipiente liberalización, construía la moderna planta de Heras y se embarcaba, junto a otros once cafeteros españoles, en la fundación de Comercial de Materias Primas, una sociedad anónima que iba a encargarse de profesionalizar la compra del café en origen.
Mucho antes de esto se había ido abandonando la actividad mayorista en beneficio del negocio cafetero, convencido como estaba Pascual Ruiz de que el futuro de Dromedario sólo podía asentarse en ese producto. En todo caso, el director de la empresa no deja pasar oportunidades ni siquiera cuando sale de determinados negocios y, por ejemplo, participa junto al resto de almacenistas santanderinos de aceite en la creación y puesta en marcha de Sotoliva, que sería durante años una empresa de referencia en su sector. En relación con el café, compra la palentina Cafés Tarrero, que vendería años después su hijo, y aprovecha todos los resquicios de la ley para crecer. A su favor, además de su probada capacidad para pasar por encima de las dificultades, jugaba el hecho de que Dromedario contaba con generosos derechos de importación, ya que los cupos se decidían en función de las importaciones pasadas y la empresa ya era relativamente grande –para lo que era el sector cafetero español– antes de la guerra. Cafés El Dromedario se convierte en la tercera marca española por volumen, sólo por detrás de la madrileña Columba y la sevillana Marcilla, que sería años después uno de los caballos de Troya para la entrada de las multinacionales en España.
La inauguración de la fábrica de Heras, años después de la jubilación de Carlos Pascual, marca en cierto modo el final de la etapa que éste había pilotado. Antonio Fernández y Compañía había llegado hasta los años 80 con un consejo de administración que entroncaba de una u otra forma con el origen de la empresa, a través de dos ramas distintas del tronco originario –los Velilla y los Baladrón– al que se había sumado la familia Pascual. Con el capital social repartido casi exactamente por tercios entre estas tres ramas, los Velilla van a ser los primeros en salir de la empresa, al vender su participación a los hermanos Sámano, mexicanos oriundos de Cantabria que volvían de este modo a tener negocios en su tierra.
El sector cafetero español se encuentra en este momento en plena transformación. La entrada de las multinacionales, unida a la llegada de las grandes superficies, crea dos mercados diferentes, hostelería y tiendas de alimentación, amenazando con expulsar de este último a los tostadores locales, obligados a su vez a buscar tamaño para sobrevivir. Dromedario, que era un pequeño gigante dentro del atomizadísimo sector, escucha los cantos de sirena de inversores que quieren comprar la marca y trasladar la producción, una opción que ni siquiera llegan a contemplar los propietarios. En Heras se fabricaban entonces cafés de las marcas Dromedario y Cafeto, y se servía al mercado cántabro y a las pequeñas delegaciones de Valladolid, Madrid y Cádiz.
Los noventa vuelven a colocar a la empresa en una encrucijada, cuando los Pascual deciden deshacerse de su participación y barajan opciones que, por una u otra razón, no son del agrado de los Baladrón, uno de cuyos miembros, Enrique Zalduondo, es el director de la empresa. En ese momento hay otra familia de honda raigambre cafetera que tiene sus propios problemas sucesorios: los Baqué Delás, hijos del fundador de la vizcaína Café Baqué, acaban de perder el control de la empresa familiar y no quieren desligarse de un negocio que llevan en la sangre. Enrique Zalduondo aboga por la opción de los vizcaínos que, en una operación realizada a uña de caballo, terminan adquiriendo las acciones de la familia Pascual.
El empuje de los hermanos Baqué va a ser decisivo para el crecimiento de Dromedario, que se convierte en cabecera de un grupo decidido a saltar por encima de las fronteras regionales. Dromedario compra Cafés Casado y Cafés Delavilla, en Madrid, y traslada la producción a Heras. La estrategia va a repetirse en 2002, cuando adquiere Cafés Pozo, marca madrileña excelentemente posicionada en la hostelería de la capital de España, y la vitoriana Cafés Araba, fabricante de la marca La Tostadora. Para entonces los Baqué han comprado la participación de los Zalduondo Baladrón, lo que les convierte en accionistas mayoritarios de una empresa que tuesta cerca de dos millones y medio de kilos de café al año y de la que se sirven cada día 700.000 tazas en bares y cafeterías de toda España.
La salida de los Zalduondo Baladrón rompe el último lazo familiar con el fundador, lo que de alguna manera quedó refrendado con el cambio de la razón social, que dejó de ser Antonio Fernández y Compañía para convertirse en Café Dromedario SA. No parece que exista, en cambio, riesgo de ruptura de los vínculos sentimentales que unen a la empresa de hoy con la fundada hace 136 años –valga el dato de que algunas familias de trabajadores han alcanzado ya la tercera generación– y también con una sociedad que desde entonces ha desayunado y ha acompañado sus pausas con el café transportado por las alforjas del Dromedario.