Un alto en el camino
Un documento oficial de 1835 da testimonio de la actividad del mesón y posada de Borleña, un establecimiento que lleva desde entonces dando servicio al viajero
Texto de Jose Ramón Esquiaga @josesquiaga Publicado en marzo 2000
Reza un dicho popular que con pan y vino se anda el camino. La idea, que por fuerza ha de ser antigua, ha tenido siempre su mejor reflejo en el buen hacer de las posadas y mesones instaladas en la orilla de las carreteras. En otros tiempos la importancia estratégica de estos puntos era tal, que la concesión de su explotación y cuidado se encomendaba por medio de una real orden. Uno de esos documentos es el que acredita la antigüedad del Mesón de Borleña, establecimiento situado a la orilla de la carretera que une Santander con Burgos y que desde 1835 da servicio al viajero que recorre esa ruta. Es ésta una fecha meramente indicativa, pues el documento no parece el acta inaugural de la explotación del establecimiento, sino más bien una renovación de un permiso anterior.
Un repaso al texto del legajo permite adivinar la abismal distancia que separa aquellos tiempos de los actuales, una distancia que tiene su más evidente reflejo en la concepción del propio establecimiento. Poco tiene que ver el mesón y posada de Borleña de ese primer tercio del siglo XIX –que aparece nombrado en esos términos en el documento– con el restaurante y hotel que hoy regentan Domingo Pérez y su esposa, Begoña Casar. Era aquél un lugar pensado para dar un mínimo cobijo y descanso a los carreteros que efectuaban el recorrido entre la meseta y la costa, un caserón pensado para refugio de hombres y bestias. La modestia de su concepción no debe ocultar la importancia que tenían estos puestos, vitales para asegurar el tránsito a través de las siempre difíciles vías de comunicación entre Castilla y el mar en unos tiempos en que el abastecimiento de poblaciones enteras dependía casi por completo de las carreteras.
Así se deduce de las condiciones de la concesión, sin duda similares a las que se contemplaban para el resto de posadas que jalonaban las carreteras, y que se pueden leer en la transcripción del contenido del documento efectuada por Sergio Martínez. El rematante del Mesón ha de tener lechos y surtido de comestibles para asistencia de los transeúntes, dice el texto, que recoge también cuáles son los productos que ineludiblemente tienen que estar a disposición del caminante: se ha de surtir del abasto público del pueblo de todos los cinco ramos arrendables para su consumo, como vino, vinagre, aceite, carne y jabón. Este último, dicen quienes saben de esto, destinado más al engrase y puesta a punto de las carretas que al aseo del carretero.
La huella del tiempo
Todo ello es rastro de un tiempo del que apenas queda huella en el actual mesón. El desgaste de dos piedras situadas a la puerta del mesón, respetadas tras la reforma efectuada hace unos años, da cuenta del uso que antaño se hizo de las mismas para afilar cuchillos y navajas. Todo ha cambiado desde los tiempos de carretas y caballerizas, empezando por la propia carretera general, desplazada unos metros del trazado que tuvo hasta hace medio siglo, y que se correspondía con la vía que hoy separa al coqueto hotel de Borleña del mesón propiamente dicho.
El actual mesón
El repaso de esos cambios nos remite ya a tiempos más recientes, y a la historia de la trayectoria vital y profesional de Manuel Casar Pardo –Quilis– padre de Begoña y persona extraordinariamente popular en el valle de Toranzo. Manuel Casar, fallecido en los primeros días de este año, fue la persona que dio el impulso decisivo para que el mesón se convirtiera en lo que es hoy; él puso barra al establecimiento y lo acondicionó al estilo de los que había conocido cuando fue emigrante en Sevilla. Quilis, un hombre que supo desenvolverse en los difíciles años de la posguerra, renovó el concepto del mesón como parada obligada para el viajero, aprovechando el paso de automovilistas y camioneros por la carretera nacional que une Santander con Burgos. No era sino una forma distinta de ofrecer los mismos servicios de antaño: nunca faltó a los camioneros un café de puchero con el que tomar fuerzas en el inicio de la jornada o una buena comida que justificara un alto en el camino. El mesón, situado a mitad de camino entre El Escudo y Santander, se convirtió en parada obligada dentro de una ruta cada vez más transitada.
El paso de los años y el carácter emprendedor de Domingo Pérez iban a propiciar la segunda gran transformación del establecimiento, en la primera mitad de la década de los ochenta. Es entonces cuando se derriban los últimos restos del viejo mesón, se moderniza el restaurante y se levanta un pequeño hotel. Es una apuesta por la calidad que va a permitir superar la vieja concepción de restaurante de carretera sin perder ni una pizca del sabor de la tradición. Hoy en día, en un momento en que la carretera Santander-Burgos ha perdido gran parte del tráfico que la dio vida, el Mesón de Borleña es un restaurante de obligada visita para las guías gastronómicas más prestigiosas –empezando por la Michelín, la biblia de los gourmets– y un hotel perfecto para disfrutar del atractivo turístico del Valle de Toranzo. La aparición del documento que da fe de la antigüedad del lugar –encontrado por una vecina del pueblo entre un montón de viejos papeles– es ahora un motivo más para el orgullo de sus propietarios, y ha servido además para que el Mesón de Borleña entre en el selecto club de los restaurantes españoles centenarios, una asociación que se esfuerza por salvaguardar la tradición culinaria del país.