Un cuarto de siglo de economía de Cantabria
Tanto si se atienden las grandes cifras como si el foco se pone en la forma en que estas han repercutido en el empleo, los últimos 25 años no han sido especialmente propicios para la comunidad autónoma, y ello pese al evidente salto adelante dado en materia de infraestructuras y a algunas inversiones que han servido para atenuar un declive que se hace evidente en la comparación con el conjunto de España. Huérfana siempre de un plan industrial capaz de sobrevivir al tránsito de una legislatura a la siguiente, el turismo no ha dejado de ganar protagonismo en las políticas económicas, pero con resultados que están lejos de compensar lo perdido en el resto de sectores.
José Ramón Esquiaga | @josesquiaga | Marzo 2024
El último cuarto de siglo, el tiempo que nos ha tocado contar desde las páginas de esta revista, es un periodo lo suficientemente amplio como para identificar tendencias que vayan más allá de lo coyuntural pero, también, tanto como para hacer imposible resumirlo todo en un titular, o en una entradilla como esta. Los grandes datos económicos de Cantabria, y sobre todo la comparación de estos con los que se dan en otras regiones o en el conjunto de España, reflejan un incuestionable declive, una pérdida de peso económico que curiosamente, y sobre todo en los últimos años, coincide con una mayor relevancia en otros aspectos. También, y al mismo tiempo, es difícil pasar por alto el evidente salto adelante que se ha dado en materia de infraestructuras y, en lo que posiblemente es la mayor paradoja al enfrentarla con otras estadísticas, la región aparece sistemáticamente entre los primeros puestos en los rankings que, a partir de índices que miden variables como la educación, la sanidad, la seguridad o el acceso a la cultura, pretenden objetivar la calidad de vida.
La economía de Cantabria tiene hoy un tamaño que dobla ampliamente al de 1999, pero ello después de crecer, prácticamente cada año, menos que el conjunto de comunidades autónomas. El resultado es que la aportación de Cantabria a la riqueza del país no ha dejado de reducirse en ese tiempo, alejándose lenta pero progresivamente de la que le correspondería por población. En 2022, último año con las cuentas cerradas, la economía de nuestra región suponía el 1,14% del total español, seis puntos básicos por debajo del dato de 1999 lo que, considerando una variable más concluyente, significa que por el camino se han quedado cerca de 1.000 millones de euros, la cantidad que habría que sumar a lo producido para mantener el PIB cántabro en la proporción que tenía respecto al español el último de los años noventa.
Aunque el dato de Cantabria confirma la pérdida de relevancia económica de la región dentro del conjunto del país, lo cierto es que la evolución de esa variable desde 1999 no es muy distinta a la que se da en el resto de comunidades autónomas de la cornisa cantábrica, y tampoco del registrado en Castilla y León, una región a la que tanto por proximidad como por vínculos históricos es habitual recurrir en términos comparativos. Con la salvedad de Galicia –y de Navarra, si queremos incluirla en el grupo de referencia– todas las autonomías del norte han crecido menos que la media española en los últimos 25 años, y dos de ellas –Asturias y la propia Castilla y León– menos también que Cantabria. Esto cambia, aunque no demasiado, si la acotación temporal se hace con otros periodos, pero incluso en ese caso la variación tiene más que ver con las proporciones –se amplía la distancia con el conjunto del país, y se acortan las diferencias con las autonomías del entorno– que con las tendencias. Esto es válido sobre todo al evaluar lo acontecido desde la crisis financiera de 2008 y algo menos, aunque también, respecto a 2019 y la situación previa a la pandemia.
Los grandes datos económicos de Cantabria reflejan una incuestionable pérdida de peso económico que curiosamente, y sobre todo en los últimos años, coincide con una mayor relevancia en otros aspectos.
Con todo, cualquier intento de amparar la modesta evolución de la economía cántabra en el similar comportamiento de las regiones cercanas queda invalidado al poner en relación ese dato con la población: atendiendo a la evolución del PIB por habitante, Cantabria se sitúa a la cola de las regiones cantábricas, y también claramente por debajo de Castilla y León. Durante el último cuarto de siglo el PIB por habitante cántabro se incrementó en un 95%, frente al 127 de Galicia, el 115 de Asturias, el 101 del País Vasco o el 104% que creció en Castilla y León. Esta última región, que en esa estadística terminó el pasado siglo por debajo de la nuestra, superó el PIB por habitante cántabro en 2011 y se ha mantenido por delante desde entonces.
Por sectores, y en contra de la percepción que generalmente suele tenerse de la región, la composición del PIB confirma que Cantabria mantiene contra viento y marea, aunque a duras penas, su condición industrial. Si el sector secundario suponía en el arranque de siglo el 20,68% de lo que producía Cantabria, al cierre de 2022 esa aportación era incluso ligeramente mayor, alcanzando el 21,61%. Por más que lo que se va sabiendo apunta a que en 2023 ese porcentaje va a reducirse significativamente –durante los tres primeros trimestres se situó en el 19,8%, por debajo por tanto de la simbólica cota del 20%– la comparativa en el largo plazo da pie a reivindicar una condición industrial que puede tenerse la impresión que descansa mucho más en la labor de las empresas que en la de los gobiernos. Sin nada parecido a un plan a largo plazo, el sector industrial es el principal perjudicado por algunas debilidades que han recorrido las últimas dos décadas y media sin ser corregidas, con la falta de suelo y las cargas burocráticas en los primeros lugares de la lista.
Probablemente ninguna estadística refleja la pérdida de atractivo económico de Cantabria con la crudeza que lo hacen las cifras de inversión extranjera. Lo hacen, además, de forma tanto más evidente cuanto más se amplíe el marco temporal, lo que hace imposible considerarlo el efecto de cualquier coyuntura. De acuerdo a lo recogido en el Registro de Inversiones Extranjeras Datalnvex, en los últimos 25 años Cantabria ha captado un exiguo 0,09% del flujo de la inversión que el capital foráneo ha realizado en España en ese tiempo, que sería el 0,10 si acortamos el plazo a la última década. Si tenemos en cuenta que la aportación cántabra al PIB español, aunque decreciente, supone un 1,2%, la cantidad que la región ha dejado de captar desde 1999 se movería en el entorno de los 5.000 millones de euros.
Grandes proyectos, grandes fracasos
Pero por encima del efecto directo en la economía de Cantabria, la principal lectura que puede hacerse de la paupérrima cifra de inversión extranjera es su condición de reflejo de la escasa consideración que tiene Cantabria como destino para cualquier proyecto empresarial, sea este en el ámbito industrial o en cualquier otro. En el cuarto de siglo que esta revista lleva acudiendo a la cita con sus lectores han sido varias las iniciativas a las que se adjudicó la capacidad para actuar como tractoras de la economía regional, e incluso de motores de un cambio profundo en la misma. Muchas veces auspiciadas desde las diferentes administraciones, y siempre aplaudidas por estas, la característica común a todas ellas fue su sonoro fracaso, en ocasiones sin llegar siquiera a concretarse. La ciudad del cine, el plan eólico, la llegada de la fábrica de Haulotte o la de GFB, Nestor Martin y la reapertura de la mina de Reocín son ejemplos de una reiteración en la frustración de las expectativas que debería habernos inmunizado contra ellas, lo que no parece ser el caso.
Por más que lo anterior, o el repaso puramente cuantitativo al pasado, pudiera dar a entender lo contrario, es obvio que estos 25 años están lejos de ser la historia de un fracaso económico. En lo que tiene que ver con las empresas industriales, y pese a los continuos avatares sufridos, la mayor parte de las que entonces eran referentes por tamaño y actividad lo siguen siendo ahora. Sniace, cuyo futuro ya era una incógnita desde mucho antes de 1999, es la principal baja en una nómina en la que siguen apareciendo Solvay, las fábricas de Celsa, Teka, BSH, Equipos Nucleares, Dinasol, Ferroatlántica o, ya con nombres distintos a los que tuvieron, Reinosa Forgings & Castings o SEG Automotive. Que la mayor parte de ellas vean periódicamente cuestionada su continuidad, como sucede en otras que forman parte de grandes grupos y pueden englobarse dentro de lo que se considera industria tradicional, da cuenta de los enormes retos a afrontar en la economía global que ha caracterizado el último cuarto de siglo, pero también su capacidad para haber ido superándolos.
Aun sin discutir la relevancia de las empresas citadas en el párrafo anterior, la estructura del tejido productivo de la región sigue reflejando, hoy como hace cinco lustros, el protagonismo casi absoluto de las pymes. Es también ahí, en abierto contraste con lo sucedido con los frustrados grandes proyectos, donde pueden rastrearse historias cuyo éxito puede no medirse en cientos de empleos, pero que sumadas suponen la principal aportación a la economía de la región. Son pymes las que, en los años a los que hacen referencia estas páginas, han dado forma a una potente industria agroalimentaria que, además de lo que supone en sí misma, es uno de los pilares sobre los que asentar a un sector primario que ha sido el principal perjudicado con el correr de las dos últimas décadas y media. Son igualmente pymes la mayor parte de los fabricantes cántabros de componentes de automoción, como también algunas de las industrias metalúrgicas que, con productos de alto valor añadido, compiten con éxito en los mercados internacionales.
En materia de infraestructuras, es destacable tanto el tremendo salto adelante dado en este tiempo como el que, pasadas más de dos décadas, sigan pendientes algunas actuaciones que ya se reclamaban insistentemente en 1999. Ese año estaba por completarse la autovía del Cantábrico en dirección a Asturias y apenas se habían dado los primeros pasos para construir la que habría de conectarnos con la meseta. Ambas se han terminado desde entonces, como también, más recientemente y después de algunos proyectos fallidos, el enlace entre Solares y Torrelavega y la circunvalación de Santander por la S-20. Pero, hoy como hace un cuarto de siglo, Cantabria sigue reivindicando un enlace directo por autovía con Madrid, algo que sigue dependiendo de la finalización de la vía rápida entre Aguilar de Campoo y Burgos. El ferrocarril es la otra gran infraestructura olvidada de estos 25 años, ya sea considerando la alta velocidad o las cercanías.
Sin salirnos de lo que tiene que ver con la inversión pública, pero ya al margen de las infraestructuras viarias, desde el último año del pasado milenio se han culminado iniciativas como la creación de la neocueva de Altamira, la remodelación del Mercado del Este o la creación de la cueva de El Soplao como recurso turístico de primer orden. También se ha puesto en marcha en este tiempo el Parque Científico y Tecnológico de Cantabria, una reivindicación del sector TIC que se cuenta entre las primeras a las que se dio eco en estas páginas y que fue inicialmente acogida con mucho escepticismo desde la administración regional. En relación con los proyectos que siguen en un estado solo un poco más avanzado que el que tenían 25 años atrás se cuenta la construcción de la nueva sede del Museo de Prehistoria, hoy ya en obras y rebautizado como Mupac.
Las dotaciones culturales, tanto las que están en ejecución como las ya realizadas, han sido protagonistas de algunas de las principales actuaciones puestas en marcha en estos años. El Centro Botín reclama ahí una condición destacada, convertido en un eje sobre el que en un futuro próximo pivotarán el Faro Santander –en construcción en la antigua sede del banco en el Paseo de Pereda– y el centro asociado del Reina Sofía proyectado en el que fuera edificio del Banco de España para acoger el archivo Lafuente. La valoración del alcance que todo ello pueda llegar a tener es ya una tarea para el futuro.