Universidad madura: 40 años de UC

La de Cantabria, una de las universidades ‘jóvenes y pequeñas’ nacidas de la reforma del modelo de educación superior emprendido en el tardofranquismo, cada vez tiene menos de lo uno y de lo otro. La institución celebra sus cuarenta años con una imagen consolidada, sobre todo en el marco de la investigación, y en medio de las incertidumbres financieras.

Texto de José R. Esquiaga @josesquiaga. Publicado en abril de 2013.

La Universidad de Cantabria celebra el redondo aniversario de los cuarenta años, una edad que a escala humana se identifica con la madurez y que, si repasamos la trayectoria y el actual momento de la institución, también puede ser de aplicación en este caso. Nacida al calor de la reforma de la educación superior emprendida en los últimos años del franquismo, la de Cantabria –llamada de Santander, en aquellos primeros años– compartió con el resto de las nacidas entonces los apelativos de “joven y pequeña”, que de alguna manera marcaban distancias con las universidades históricas y con las que tenían como sede las grandes capitales. La distinción puede seguir teniendo sentido, aunque la juventud va quedando atrás y el tamaño, aunque contenido, ha terminado por no ser obstáculo para dar forma a un catálogo de titulaciones que toca todas las áreas del conocimiento, ni tampoco ha impedido que determinados grupos de investigación de la Universidad de Cantabria jueguen en los campeonatos mayores del conocimiento científico. La madurez también puede contemplarse desde otra óptica, con la pérdida del impulso de los primeros años, una vez completado un catálogo de titulaciones y centros que probablemente supera con mucho las expectativas que pudieran albergar los fundadores. Las incertidumbres financieras podrían contarse igualmente entre los aspectos menos amables del actual momento de la institución, aunque esta sería, en todo caso, una cuestión que poco tiene que ver con el paso del tiempo.

El repaso a la historia de la Universidad de Cantabria, y máxime cuando este se hace con motivo de un aniversario tan redondo como el cuadragésimo, obliga a hacer una aclaración con las fechas. La primera promoción de ingenieros de caminos formados en la escuela de Las Llamas hace ya unos años que dejó atrás la efeméride que hoy celebra la Universidad, una aparente incongruencia que tiene una explicación, digamos, administrativa: el centro, que impartió su primer curso en 1964-1965, dependió inicialmente de la Universidad de Valladolid, y así continuó siendo hasta que en 1972 se creara la de Santander, que estrenó curso al año siguiente. Ese es el cumpleaños que se celebra ahora.

La mención a la escuela de ingenieros de caminos es, en todo caso, obligada. En ella se plasmaba, de la forma más inesperada, el viejo anhelo de la sociedad e intelectualidad montañesas de contar con una universidad propia, una reivindicación que hunde sus raíces en los primeros años del siglo XX. Era Santander entonces una ciudad próspera, con una imagen moderna y cosmopolita y una burguesía que hacía honor a ambos conceptos. Se pensaba entonces que esas cualidades, unidas al conocimiento que bullía en el hospital de Valdecilla y al acervo cultural de la biblioteca de Menéndez Pelayo –foco de atracción para investigadores de todo el mundo–, suponían base suficiente para que la ciudad contara con un centro universitario en el campo de la medicina y otro en el área de las humanidades. No se consiguió ni lo uno, ni lo otro, aunque algunas universidades extranjeras –Berkley, Liverpool– comenzaron a organizar cursos de verano en la capital de Cantabria. También lo hizo la Universidad de Valladolid, en un proceso que tendría su cristalización última en la creación de la Universidad de Verano de la República, antecedente de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Si toda esa evolución estaba destinada a culminar con la creación de una universidad convencional, de invierno, es una incógnita que la guerra civil, y la inmediata posguerra, van a impedir despejar.

La nómina de universidades españolas permanece inalterable durante las primeras décadas del nuevo régimen, e incluso la apertura de nuevos centros queda bloqueada, aunque la aspiración de la sociedad y la intelectualidad montañesa no se ha apagado. El desarrollismo de los sesenta va a llevar al franquismo a pensar en abrir nuevos centros superiores, sobre todo escuelas técnicas que nutran de personal cualificado a las empresas de entonces. Por qué la escuela de Caminos, y por qué en Santander, son dos de las primeras preguntas que se planteó responder Fidel Gómez Ochoa, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Cantabria, cuando comenzó a investigar la historia de la institución. No está muy seguro de haberlo conseguido.

Guillermo Gómez Laa, primer rector de la Universidad de Cantabria

“No es fácil contrastarlo, pero parece que el momento decisivo tuvo lugar con motivo de una visita de Franco a Santander, y que la decisión última fue del propio jefe del Estado, que vino a decir que si ya existía una escuela de caminos en Madrid, para abrir la segunda había que pensar en una ciudad costera. El caso es que no había nada en Santander que favoreciera especialmente esa elección, para esos estudios en concreto, más allá de ese deseo de contar con un centro universitario”, explica el profesor, que cita algunos nombres, como el del por entonces presidente de la Diputación de Santander, Rafael González Echegaray, como decisivos para conseguirlo. El nuevo centro se adscribe a la Universidad de Valladolid, del mismo modo que lo hará el siguiente, la Facultad de Ciencias, que se abre en 1969.

El III Plan de Desarrollo de Franco, que incluye a la provincia de Santander, pone el marco legal para la creación de la universidad. El régimen se plantea por vez primera la expansión del modelo universitario, en una decisión muy política que se explica tanto por el deseo de atajar la incipiente masificación de las universidades existentes como por evitar la creciente contestación estudiantil, favorecida precisamente por la existencia de grandes campus. Santander, una ciudad pequeña y tranquila, se convirtió en candidata perfecta para ello. La conversión de Valdecilla en centro médico nacional convirtió en necesidad natural la creación de una facultad de medicina –dando por fin la razón a los pensadores de principios de siglo– y, con ella, se conseguía el número mínimo de centros para poder contar con una de las universidades “jóvenes y pequeñas” que nacerían en ese proceso. Para entonces, ya estamos en 1973, la reforma educativa ha integrado las escuelas superiores de formación profesional bajo el paraguas universitario, lo que suma Magisterio, Comercio, Peritos Industriales y Minas a la que será la primera oferta de títulos –superiores y medios– de la nueva universidad. La escuela de Graduados Sociales de Torrelavega, el otro centro que ofrecía estudios superiores en la región, seguirá dependiendo de la Universidad de Oviedo, y así se mantendrá todavía durante bastantes años.

Universidad de nuevo cuño

A partir de ahí, la historia de los estudios superiores cántabros es ya la historia de la Universidad de Cantabria, aunque hasta 1985 seguirá llamándose de Santander. No eran aquellos, lo podemos decir ahora desde la distancia, buenos años para comenzar. La crisis del petróleo, primero, y el cambio de régimen, después, sitúan a la recién nacida universidad ante lo que es un reto de dimensiones históricas, como es el mantener el impulso fundacional en las peores circunstancias económicas y políticas. En ese contexto ha de dotarse de las herramientas administrativas, los recursos humanos y las infraestructuras necesarias para hacer honor a su recién estrenada condición. Los órganos de gobierno lo son con cierta interinidad hasta que en 1977 se nombra el primer rector, Guillermo López Láa. Hasta entonces hay tres rectores presidentes de la junta gestora de la Universidad, Carlos de Miguel, Miguel Trillo y el propio López Láa.

A este último corresponde el empeño de convertir aquel embrión en una universidad con todos los predicamentos, para lo que entendía imprescindible abrir el campo de conocimiento hacia las humanidades. Se crea así la Facultad de Filosofía y Letras, eludiendo las restricciones presupuestarias mediante un mecanismo cargado de sentido común, pero sorprendente: se desdotan cuatro plazas de profesores de la Escuela de Caminos para, con ese dinero, contratar otros tantos que pongan en marcha la nueva facultad. Al siguiente rector, José Miguel Ortiz Melón, le corresponde arrancar la Facultad de Derecho, y también le tocó a él lamentar el no definitivo a una aspiración que la Universidad de Cantabria tenía desde su nacimiento: contar con facultades de veterinaria y ciencias químicas, una demanda perfectamente coherente con la estructura económica de la región, pero que no se atenderá.

Esa vocación de servicio a la región es una constante, y en ella hay que enmarcar tanto la creación de la facultad de Derecho como la puesta en marcha del segundo ciclo de los estudios de Empresariales en 1985, lo que significó la creación de la Facultad de Ciencias Económicas. La Universidad, ya de Cantabria, pasaba así a contar con titulaciones en la ramas de la ingeniería, la salud, las humanidades y las ciencias sociales.

Para dotar de un espacio físico a los nuevos centros se cuenta, casi en todos los casos, con la cesión provisional de las aulas del paraninfo de la UIMP, en las Llamas. La relación entre la universidad de verano por antonomasia y la joven universidad cántabra es compleja, tanto como para no ser fácil decidir si la primera cotiza, respecto a la segunda, en el campo de los estímulos o en el de los lastres. Es difícil entender el nacimiento de la Universidad de Cantabria sin la aportación de la UIMP, que jugó el papel de nodriza más o menos voluntaria, pero también es cierto que desde el primer momento hubo desencuentros y recelos. Esto último, apunta Fidel Gómez Ochoa, es en muchas ocasiones muy difícil de documentar en términos históricos, sobre todo en aspectos que, por entrar en el terreno de lo intangible, no dejan ningún rastro escrito. Cierta falta de aprecio por parte de la sociedad regional con la recién nacida universidad, por ejemplo. “En determinados ámbitos se entendía que Santander ya contaba con una universidad, la UIMP, lo que derivaba en un cierto desapego y, quizá, en que determinadas demandas no encontraran demasiado eco. Pero no es algo fácil de documentar”, insiste el profesor de historia contemporánea.

La UIMP es también decisiva para explicar la ubicación del campus en las Llamas, y no sólo por su labor de incubadora de los primeros cursos de varias de las titulaciones de la UC. En ese terreno, en que sí que es más sencillo encontrar soporte documental, Fidel Gómez Ochoa se ha encontrado con alguna sorpresa, como la investigación de la tesis de un alumno de doctorado que sacó a la luz un diseño de ciudad universitaria realizado en los años cincuenta, y que coincide en gran medida con el de hoy. “Fue un proyecto de Joaquín Ruiz Jiménez, ministro de Educación, para ampliar la actividad de la UIMP a todo el año, convirtiéndola en una universidad convencional. Se diseñó ese campus, que nunca se llevó a cabo pero que curiosamente es muy parecido al actual. El proyecto se abandonó por completo con la caída en desgracia de Ruiz Jiménez y los aperturistas, a raíz de las protestas estudiantiles de mediados de los años cincuenta”.

Además de la vecindad con el paraninfo de la UIMP, las Llamas ofrecía disponibilidad de terrenos a coste relativamente reducido, algunos de titularidad pública. Además, por estar alejado del centro de la ciudad, permitía sacar del núcleo urbano un potencial foco de conflicto. Pese a estas ventajas, la creación del campus como tal, con la centralización en ese espacio de la mayoría de los centros, no se completó hasta la primera década del nuevo siglo.

La búsqueda de recursos para acometer la construcción de las sedes definitivas de carreras como Derecho, Educación, Filosofía y Letras o Ciencias Económicas –una vez abandonado el edificio de Empresariales, que demostró las dificultades que tiene construir en el humedal de las Llamas– ocupó buena parte de los esfuerzos de los sucesivos rectores, y tuvo sus mayores concreciones en tiempos de Jaime Vinuesa. En términos financieros, explica Gómez Ochoa, la historia de la Universidad de Cantabria tiene dos partes claramente diferenciadas, separadas por el año 1997, cuando la institución pasó de depender de los presupuestos generales del Estado a recibir las aportaciones de las arcas autonómicas. En la primera etapa la capacidad para reivindicar mayores partidas era muy pequeña, y para hacer frente a determinados gastos se echaba mano de fórmulas imaginativas –como la cesión de explotación del subsuelo que permitió financiar la construcción del paraninfo– o se recurría a las ayudas europeas, que financiaron la construcción de los nuevos edificios del campus de las Llamas.

Con el paso a la autonomía la negociación con la administración se hizo más cercana, lo que no necesariamente quiere decir más fácil. A partir de ese momento el objetivo fue conseguir la firma de un contrato programa que diera estabilidad financiera a la institución y que evitara la incertidumbre de la negociación año a año. El objetivo se consiguió en 2006, pero al vencimiento, ya en la legislatura actual, no se ha conseguido renovar, lo que une al recorte de la aportación pública la incertidumbre sobre el futuro. “La ley dice que hay que dotar a la universidad de los recursos suficientes, algo que no está desarrollado normativamente pero que siempre se ha entendido que significaba cubrir cuanto menos los gastos del personal. Ahora mismo estamos por debajo de esa cantidad”, explica Gómez Ochoa.

En paralelo a su crecimiento, y también a las incertidumbres financieras, la Universidad de Cantabria ha desarrollado líneas de colaboración con las empresas que han complementado los recursos públicos. En materia de investigación, algunos de los grupos se sitúan en la primera línea internacional de sus respectivas disciplinas, con especial mención a los que operan en el ámbito de la física y la astronomía. Es ahí, y sobre todo en el trabajo de los más de 60.000 profesionales que han accedido a un título en los cuarenta años de vida de la Universidad de Cantabria, donde hay que buscar los frutos de la institución académica, ya no tan joven, ni tan pequeña, pero tan necesaria como cuando nació.